El derecho a ser dueño de una
obra de la propia autoría es un tema tan viejo como los impulsores y
detractores del mismo. El primer vestigio de una ley que “proteja al autor”
proviene del Estatuto de la Reina Ana en Reino Unido del año 1710; claro que
esta ley no buscaba que el autor tuviera una retribución a cambio de compartir
su creación, sino que resguardaba a los libreros
–los editores de los libros—de copias no controladas de los libros adquiridos a
los autores y, por lo tanto, los resguardaba de pérdidas de capital. Sabiendo
esto, ¿es legítimo limitar la distribución de una obra creativa? A mi parecer,
hay una cantidad abismante de contras y sólo un pro, y este pro es
alarmantemente convincente.
El
objetivo primitivo de la ley fue originado al momento en que la imprenta
comenzó a masificarse. Hasta ese momento, los copistas –mayormente monjes—generaban cuantiosos ingresos para la
Iglesia Católica. Las imprentas, digámoslo así, eran el enemigo económico a
muerte de la Iglesia. Este origen ya nos hace sospechar: el beneficio no era la
distribución del saber del autor, sino que el dinero generado a través de él.
Joost
Smiers, profesor de Ciencia Política de las Artes en el Grupo de Investigación
Artes y Economía en el Utrech School of the Arts de Holanda, escribió lo
siguiente en su libro Un mundo sin
Copyright, basado en opiniones de variados autores sobre el tema:
“(...) la base filosófica del sistema de
copyright actual se apoya en un malentendido: la originalidad de los artistas
es inagotable, concepto que se aplica a creadores e intérpretes. Pero la
realidad indica otra cosa, porque los artistas siempre tienen en cuenta las
obras creadas en el pasado y en el presente, y agregan elementos al corpus
existente. Esos agregados merecen respeto y admiración, pero sería inadecuado
otorgar a sus creadores, intérpretes y productores derechos de exclusividad
monopólicos sobre algo que se inspira en el conocimiento y la creatividad que
forman parte del dominio público y son producto de la labor de otros artistas.”
(Barthes, 1968; Boyle, 1996:42, 53-59)
Tiempo
después, el mismo Smiers publicó un libro (Imagine…
no Copyright), del que se destaca el siguiente extracto:
“Desde una perspectiva cultural podemos
preguntarnos si está justificado reconocer a personas individuales los derechos
de propiedad sobre las expresiones. ¿Por qué? La propiedad coincide con el
derecho exclusivo y monopolista sobre el uso de una expresión. Ese derecho tal
vez se atenúe, por ejemplo, cuando se trata de fines educativos; no obstante,
el propietario tiene mucho poder para excluir a los otros del uso de una
manifestación artística determinada. La consecuencia es que así se privatiza
una parte sustancial de nuestra comunicación humana. Aquí defenderemos que no
solo se trata de un pequeño defecto en un sistema, por lo demás benigno, que se
ha desbaratado por los ‘Jack Valenti’ de principios de la década de 1980. No,
el principio básico del copyright socava nuestra democracia. ¿Cómo podría ser
de otro modo si condiciona estrictamente, o incluso posibilita que se prohíba,
el uso de grandes porciones de palabras, imágenes, melodías e imaginaciones que
necesitamos, de modo apremiante, para el desarrollo de la comunicación humana?”
“Sólo una cosa es imposible para Dios:
encontrarle algún sentido a cualquier ley de copyright del planeta” (Mark
Twain, su cuaderno de notas, mayo 1903). Dada esta cita, me inmiscuyo en la
única ventaja que, a mi parecer, da sentido a esta ley: ¿De qué vivirían los
autores (escritores, inventores, pintores…) si no fuera de los ingresos que
esta ley les permite obtener? El crear es su profesión, necesitan herramientas
para dar marcha a su imaginación, que está al servicio de todo quien la quiera,
y por lo mismo debe ser recompensada. Esta es la única justificación que me
parece razonable para la existencia del Copyright.
Y usted, ¿qué piensa?
(Citas extraídas de http://es.wikiquote.org)
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